jueves, 12 de febrero de 2015

APRENDER A PENSAR



Sir Ernest Rutherford, presidente de la Sociedad Real Británica y Premio Nobel de Química en 1908, contaba la siguiente anécdota:

Hace algún tiempo recibí la llamada de un amigo. Él estaba a punto de poner un cero a un estudiante por la respuesta que le había dado en un problema de física, pese a que el alumno afirmaba rotundamente que su respuesta era absolutamente acertada. Profesores y estudiantes acordaron pedir la opinión de alguien imparcial y, al parecer, ese alguien era yo. 


Leí la pregunta del examen, que decía:

“Demuestre cómo es posible determinar la altura de un edificio con la ayuda de un barómetro.”

A esto, el estudiante había respondido:

Llevo el barómetro a la azotea del edificio y lo ato a una cuerda muy larga. Después, lo descuelgo hasta la base del edificio, marco la cuerda y la mido. La longitud de la cuerda será igual a la longitud del edificio. 

El estudiante había planteado un serio problema con la resolución del ejercicio. Por un lado había respondido de forma correcta; por el otro, sin embargo, esa respuesta no confirmaba que el estudiante tuviera el nivel y los conocimientos de física que se le pedían. 

Yo sugerí que se le diera al alumno otra oportunidad. Le concedí seis minutos para que me respondiera la misma pregunta, en la que esta vez debía evidenciar sus conocimientos de física.

Cinco minutos después, el estudiante todavía no había escrito nada. Le pregunté si quería marcharse, pero me contestó que tenia muchas respuestas al problema y que su dificultad estaba en elegir la mejor de todas. Así pues, y en el último minuto que le quedaba, escribió: cojo el barómetro y lo lanzo al suelo desde la azotea del edificio. Calculo el tiempo de caída con un cronómetro y después aplico la fórmula de altura, con lo que obtendría la altura del edificio.

Tras esta evidencia, todo el profesorado estuvo de acuerdo en darle la nota más alta. Por mi parte, decidí reunirme con el estudiante y preguntarle por sus otras posibles respuestas al ejercicio.
–Bueno –respondió–, hay muchas maneras. Puedes coger el barómetro en un día soleado y medir la altura del barómetro y la longitud de su sombra. Si medimos a continuación la longitud de la sombra del edificio y aplicamos una simple proporción, obtendremos también la altura del edificio.

Otra opción es coger el barómetro y situarse en las escaleras de la planta baja del edificio. Según subes las escaleras vas marcando la altura del barómetro y cuentas el número de marcas hasta la azotea. Al llegar arriba, multiplicas la altura del barómetro por el número de marcas que has hecho y, así, obtienes la altura.

Aunque si lo que se quiere es un procedimiento más sofisticado, puedes atar el barómetro a una cuerda y descolgarlo desde la azotea hasta la calle. Usándolo como un péndulo y midiendo su período de precesión también puede calcular la altura del edificio.

En fin –concluyó–, existen otras muchas maneras. Probablemente, la mejor sea coger el barómetro y golpear con él la puerta de la casa del portero. Cuando abra, decirle: “Señor portero, aquí tengo un bonito barómetro. Si usted me dice la altura de este edificio, se lo regalo”.

Llegados a este momento de la conversación, le pregunté si no conocía la respuesta convencional al problema (que la diferencia de presión marcada por un barómetro en dos lugares diferentes nos proporciona la diferencia de altura entre ambos lugares). El alumno me dijo que la conocía, pero que durante sus estudios los profesores habían intentado enseñarle a pensar. 

El estudiante en cuestión se llamaba Niels Bohr, físico danés y premio Nobel de física en 1922; más conocido por ser el primero en proponer el modelo de átomo con protones, neutrones y electrones y por contribuir con ello a la innovación de la teoría cuántica.

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